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Celebró las misas solo, entre noviembre de 2011 y el primer trimestre de 2016. Un lustro en soledad casi estricta, de la que apenas hay testigos, entre el lunes y el viernes de cada semana, aproximadamente unas 1300 misas. De esa voluminosa cifra asistimos a unas 150. Solo asistían mujeres, las internas del Centro Asistencial, entre 1 y 5 como máximo. Es imposible saber qué sucedía cuando no iba nadie, pero no cuesta imaginar que oficiaba la misa en soledad, sin otra pesencia que la del Espíritu. Guardamos al menos un millar de fotografías de esas misas solitarias, en donde pasaban infinidad de cosas. Algunas internas venían por su propio pie, otras eran traídas por las auxiliares geriátricas del Centro, que las recogían al finalizar el oficio religioso. No había ningún tipo de rivalidad o competencia por recitar las lecturas o las preces, pues el párroco decía quién lo hacía cada día.
Sin necesidad de organizaciones eclesiales, ni de otros círculos clericales, en donde la competencia es inmensa, se distribuían equitativamente todas las acciones colaborativas que asisten al párroco. En muy pocas ocasiones accedían o llegaban fieles «más interesados» de la cuenta, y si lo hacían, desaparecían pronto, pues allí no había prebenda alguna que repartir. Resulta curioso cómo, hasta en los grupos más pequeños, pueden reproducirse las estructuras de Poder que asolan y encadenan a la Iglesia oficial.
Esos 5 años sin miradas ajenas, en ese centro al margen del clericalismo oficial y oficiante, se produjo un hecho inusual. Todo era canónico y a la vez libre, voluntario, sin ataduras. Luego sucedió algo que lo cambió todo, e hizo desaparecer esa experiencia y ese pequeño remanso en medio de aguas turbulentas. Allí había sosiego y paz. Sin embargo, lo que acabó con todo, fue la enfermedad del propio párroco en septiembre de 2017. El lugar aguantó otros tres años más, pero solo los lunes, cuando el viejo templo se abría para los Lunes de San Nicolás. En marzo de 2020, con la aparición de la pandemia del Covid-19, quedó clausurado. En esos años finales aparecieron «los encargados», nombrados no se sabe por quién, que acabaron con cualquier atisbo de libertad. Regularon todo, se adueñaron de todo, hasta de los más nímio. Disponían, cambiaban, mangoneaban en lo poco que había.
La misa era siempre a las 10 de la mañana, pero a veces había muy poca luz, parecía de noche y prevalecía la penumbra y había que encender las lámparas. La capilla era fría en invierno, y en los días de viento los ruidos se adueñaban del lugar. A veces, los lunes, se hacía tarde y anochecía.

