Por débil y tenue que sea, la conexión debe mantenerse. Una vez que el ser humano descubrió el fuego, el trabajo más difícil y casi taumatúrgico era mantenerlo, pues entonces no se sabia producir. Mantener las velas encendidas, aun cuando ya no haya nadie allí. ¿Qué ocurre con los santos y sus imágenes cuando ya nadie los visita, cuando ya nadie les solicita favores o intervenciones?. Si se deja de vigilar el fuego, la sintonía desaparece. Mantener el lugar y su taumaturgia aunque sea para unos pocos debe ser un objetivo. La lámpara, aunque sea pequeña y su luz débil, debe estar siempre encendida. Cuando el templo se cierra y las imágenes queda en soledad, no podemos saber lo que pasa. ¿Flotan en el ambiente las peticiones, las oraciones, los favores solicitados, o desaparecen de modo irremediable?. Quizá no podamos evitar nada de eso. Las imágenes viven en su mundo, el del templo, ajenas al paso del tiempo y de las personas, ya sean muchas o pocas.
El catedrático Fernando R. de la Flor lo describe perfectamente en De Cristo, dos fantasías iconológicas (Abada editores): «Lo cierto es que estas representaciones han perdido la intensa fascinación que provocaban, y, en todo caso, ya no reciben una atención que no sea propiamente sacrílega y rebajadora del ideal al que dan forma.
Y pese a ello ahí están todavía; como si fuesen capaces de dar testimonio, mostrándose en ese su antiguo aspecto y forma de emergencia, a pesar de los despojos y menoscabos que han sufrido en lo que, en rigor, es ya, a todos los efectos, su posthistoria».
Hay un momento en que ya no se puede ir más allá, y la puerta que un día fue de entrada a un mundo lleno, hoy puede serlo hacia un mundo vacío, aunque se trate del mismo lugar; o incluso mostrar la salida.