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La vela de cera crea un ambiente de recogimiento, tiene un olor especial, crea una luminosidad específica, que las hace distintas a todas. Encender una vela, colocarla en un determinado lugar, bajo una imagen concreta, o en una ubicación especial, confiere a ese pequeño acto un significación distinta. En un momento concreto fueron eliminadas de casi todas las iglesias y sustituidos por fríos lampararios eléctricos que no promueven la reflexión o el detenerse en un lugar concreto. Nunca se vio arder iglesia o templo por las velas de cera. Las velas que están dentro de la protección de plástico son muy seguras. Una persona encargada de recogerlas, que siempre habría dispuestas a ello, sería suficiente para ir quitando las ya gastadas. Algunas pueden arden durante varios días, y esa mezcla de velas nuevas y otras más gastadas confieren un ambiente especial a los templos.
Entrar en una vieja iglesia, o en pequeña una capilla por la tarde y percibir el aroma de la cera, incluso su calor, o recrearse en los diferentes tonos de luz que confieren al entorno, o a la nave en su conjunto, resulta especial y relajante, como el mismo acto de encenderlas, verlas arder y consumirse. Implicaría también cierta libertad, cierta participación, tanto para el fiel como el visitante que se acerca a un templo.