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Las almas de los justos están en manos de Dios, y no les alcanzará tormento que les dañe. Pareció que morían, pero descansan en paz. Amén.
El pasado 17 de noviembre falleció en La Granja de San Ildefonso (Segovia), Julia Jiménez Caramazana, mi madre, después de una larga vida, la más longeva de la historia familiar; en calma y paz. El ciclo de la vida se cierra así para ella, en lo que llamamos orden natural, algo que no siempre sucede. Esa paz alcanza a todos, a los vivos y a los muertos. En un Mausoleo de Melilla, se puede leer esta frase, antes de descender hasta la cripta, excavada en el suelo: La religión y la paz, guardan su memoria. Y eso es importante, porque la memoria debe guardarse en paz. En la paz de la familia, de los hijos, de los sobrinos y de los nietos.
Toda vicisitud de la vida se cierra así. Por ello, todo debe estar en orden antes, porque tras la muerte no hay tiempo para reparar las faltas o los momentos perdidos. Algo que tampoco sucede con mi madre. He estado viviendo con ella el mismo tiempo que hemos estado separados, por la distancia geográfica, porque otra separación no existía. Cada año íbamos a verla regularmente, en verano, sin faltar uno solo. Y en otras muchas ocasiones era ella la que regresaba temporalmente a Melilla.
Queda solo pues la inevitable e irreversible separación física, para la que se busca consuelo de otras formas, en la memoria de lo compartido, y en la paz del recuerdo. Decía un escritor que «la muerte de la madre nos deja solos frente al mundo». Lo cierto es que la vida se separa en dos segmentos, el que vivimos con ella, o en su ausencia.
«Deus, quaésemus clementiam tuam, ut animas famulorum et famularumquetuarum, quae ex hoc saeculo transierunt, ad perpetuae beatitudinis consortium pervenire concedas«1. Amen
Nota: Dios, rogamos a tu clemencia, que las almas de tus siervos y siervas, que salieron de este mundo, llegar a la eterna compañía de los bienaventurados. Misal Romano





































