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Siempre arden velas en algún lugar recóndito y escondido, en donde pasan más desapercibidas. Me gusta pensar que cuando estoy lejos de allí, y todo está a oscuras, las suaves llamas de las velas titilan en la oscuridad. De todos los días, suelo preferir los nublados, porque la luz se deja notar de un modo más evidente. A lo largo del día prefiero las últimas horas de la tarde, cuando la luz solar declina y la llama de la vela es más fuerte, o parece serlo. No siempre ilumina de igual modo la misma luz, pero la vela produce un calor suave y la cera, aunque caiga sobre la piel no llega a quemar nunca. Me gustan probar distintos efectos luminosos con la luz de las velas, pero hay días, como este, en el que sin buscarlo se produce un efecto especial. Esa mañana, en la capilla de San Nicolás, con un cielo completamente nublado, obtuve unos juegos de luces distintos a los habituales. Todas las semanas coloco las velas, con intenciones diferentes. Siempre hay personas a las que dedicarle esas velas votivas, y sé que durante tres o cuatro días esas llamas alimentarán y titilarán bajo esas intenciones. San Nicolás es invocado como protector de mujeres y de niños. En este caso, las intenciones de las velas cuadraron perfectamente con esa especial protección que otorga San Nicolás. Me gusta que siempre haya velas ardiendo. Las necesidades cambian cada semana. La lista de personas a las que dedicar un instante de protección aumenta de modo considerable, sobre todo mujeres y niños. Lo hago de modo constante y no solo aquí.