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Dolores

              Desde la hora sexta (mediodía) hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona (media tarde).   … Y he aquí que el velo del santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, y las rocas se hendieron. Mateo 27, 38 y 51

        Dolores es su nombre. Seco, corto, potente, como esa clase de dolor que desgarra en un instante, como esa ráfaga de aire helado que penetra en la carne y ya no sale. Dolores, como en  esa madrugada en la que ya no se espera nada, en la que el Sol no calienta y el frío hiere el rostro y el alma. Ese dolor no se advierte, llega, se queda y rasga de parte a parte. La vida se divide en dos en un momento, como un toque de clarín o de trompeta en medio de la noche.

          Un lejano suceso ocurrido, históricamente muy oscuro, hace más de 2000 años sigue representando el dolor máximo, presente a lo largo de la vida humana y de su historia. Hay un culto a ese dolor, hay una tradición de imágenes de «las dolorosas», pero no debemos recrearnos en él, ni hacer de eso una imagen fija. Una madre que pierde a su hijo, una hija que pierde a su padre, una vida que se rompe en un instante aciago, una vida entera sometida a ese dolor sordo que acompaña constantemente, que a veces se manifiesta como algo presente y que otras parece haber desaparecido, pero que permanece como la herida en el costado. Hay que seguir viviendo, aunque a veces cueste respirar y el dolor parezca insoportable.

              Los latinos tenían un verbo; carpo,-psi, -ptum; que se traduce por «separar arrancando». No hay otro más expresivo y apropiado. Ésta es esa clase de dolor, que puede manifestarse de varias maneras, no solo con la muerte. No siempre está ella detrás, no siempre está ella presente. Esa es la cortina del templo que se rasga, la noche que se abalanza en pleno día, el instante que divide una vida en pasado y presente, con el corte preciso de un hacha.

                Dolores, no es preciso decir mas.