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             Los templos se construyen como si fuesen receptáculos y acumuladores de energías procedentes de la tierra y del cielo. También se hacen así para intentar atrapar y contener las oraciones, para evitar que toda esa energía de los fieles se disperse en el aire. Es una forma de comunicación, la forma más primitiva de radio transmisión hacia no se sabe dónde. El que va allí y realiza su plegaria, espera que ese mensaje llegue a algún lado y sea escuchado. Tiene que estar apartados del ruido del mundo, porque no es que las señales cesen, sino que en medio de la estridencia y del movimiento constante, no se escuchan, no se perciben.

                 En una entrevista con el entonces cardenal Ratzinger en 1996, y recogida en el libro Juan Pablo I Caso abierto, el teólogo se expresaba esta manera: «Generalmente, Dios no habla demasiado alto, pero sí nos habla una y otra vez. Oírle depende, como es natural, de que el receptor, digamos, y el emisor estén en sintonía».

               No son tiempos propicios para escuchar nada. Es imposible mantenerse alejado del mundo. Sus interferencias anulan cualquier posibilidad de percibir otra cosa que no sea su estridencia. ¿Cómo recuperar esas señales, cómo sintonizar con el espíritu interior?. «El lenguaje de Dios, según Ratzinger, es silencioso, pero nos ofrece numerosas señales. Si lanzamos una ojeada retrospectiva, comprobaremos que nos ha dado un empujoncito mediante amigos, un libro, o un supuesto fracaso, incluso mediante accidentes. En realidad la vida está llena de estas mudas indicaciones. Basta simplemente con estar un poco atentos y no dejarse impresionar por las apariencias» (1).

             Tenemos los medios y el lugar, basta solo encontrar el momento. Desconectar al menos 10 minutos al día. No pensar, solo oír, escuchar. Un día tras otro. No siempre se percibirá de igual modo. Las señales cambian constantemente. Una palabra, una frase, un gesto o un pequeño detalle que nos ha pasado desapercibido, volverán a ponernos en sintonía. El signo puede esperar en el lugar más insospechado. No siempre se nos llamará con una campana y a plena luz del día.

   Nota: (1) Juan Pablo I Caso abierto, Jesús López Sáez