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       La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz, pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti es oscura, ¡cuánta será la oscuridad!. Mateo 6, 22-24

      Ver como una vela se mantiene encendida hasta su instante último es algo especial, porque hay un momento en que parece que está encendida sobre la nada. Apenas queda cera, la capa es invisible, sin embargo el titilar de la llama es más vivo, casi más luminoso. Es difícil observarlo porque cualquier variación, cualquier movimiento, por leve que sea, hace que se apague. Lo que en un momento estaba encendido, un instante después está extinguido. Es una visión breve pero hermosa.

    Lo normal es dejar la vela encendida, en un lugar alejado de cualquier mirada, y que la vela espere apagada y fría el momento de ser cambiada. Sin embargo, a veces, no ocurre eso, sino que nos espera encendida, ofreciéndonos ese instante mágico. No suele suceder a menudo, sobre todo cuando las visitas son espaciadas a lo largo de días. Lo importante es que aunque nadie la vea, allí siga. Lo importante es  que aunque no la veamos o estemos lejos, sepamos que está encendida, rasgando la oscuridad de la noche, quebrando la tiniebla y ofreciendo su débil pero firme luz, en medio de la penumbra.