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         Agustín nació en Tagaste, lo que hoy sería Túnez, en el año 354 de Nuestra Era. Durante un largo tiempo se dedicó a una vida licenciosa, narrada por él mismo en «Las Confesiones». Dedicado a la lujuria, al robo, a los amores deshonestos, o como él mismo decía: «Al gusto por hacer el mal». Durante años visitó todos los lupanares de la costa africana, o las ciudades más famosas por tener los más atractivos de todos ellos: «me revolcaba en su cieno, como si se tratara de un ungüento oloroso». Aborrecía las Sagradas Escrituras por aburridas y se convirtió en seguidor de una herejía, la maniquea.

     San Agustín muestra claramente dos cosas, una es la perniciosa influencia que ciertas cosas, aparentemente buenas y bellas, pueden tener sobre los blandos espíritus de los adolescentes. La otra es la gran importancia que tienen «las compañías» sobre los jóvenes. Esta última es la gran preocupación de cualquier padre o madre. Agustín tuvo una madre, Mónica (que acabaría siendo santa), que anduvo detrás de él, no dejándole solo en sus fechorías e intentando mitigarlas en todo lo posible. Al final consiguió detener la loca carrera de su hijo, aunque tuvieron que pasar más de diez años para ello. Agustín vió una luz durante una predicación de San Ambrosio.

      Desde ese momento, se convirtió en un exégeta de las Sagradas Escrituras y en firme azote de toda herejía, especialmente duro fue con la que había sido su secta nodriza, la de los maniqueos. A partir de ese momento y además de explicar claramente cuales son los caminos que conducen al «pecado», ideó  La Ciudad de Dios, un lugar imposible y a salvo de todo mal. Actualmente, proliferan en todas las religiones, grupos que intentan preservar a los suyos de todo mal, o de todo contacto con el supuesto «pecado». Construyen oníricas ciudades de Dios, en las que si hay algo ausente no es el pecado, y sí la presencia de Dios, en cualquiera de sus múltiples interpretaciones.

     Si San Agustín enseñó algo, y enseñó muchas cosas, fue que tanto el bien , como el mal, debe ser descubierto por uno mismo. Por eso hay que dotar a las almas de las personas de instrumentos para  discernir ambos caminos,  incluso  que después de haber caído en el mal, uno sepa darse cuenta y rectificar su rumbo. Muy pocas cosas pueden evitarse.

                  Iglesia de San Agustín en Melilla

    Fue un anterior almacén del anexo cuartel de Intendencia, comprado por los vecinos del Real y convertido en Iglesia en 1938. Detrás del despacho parroquial, hay un pequeño patio con una higuera (de las más hermosas de Melilla) y una parra. El lugar es fresco y muy agradable.