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                Parábola del Fariseo y del Publicano       

         Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «Oh Dios,  Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, pago los diezmos de todo lo que poseo». Pero el publicano se quedó lejos y ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, , sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un pecador». Os digo que éste bajó a su casa justificado y el otro no. Porque todo el que se exalta será humillado; y quien se humilla será exaltado».

                                       Sobre el fariseo y el publicano *

           Para humillar al que se exalta, el Señor hace caer sobre él su poderosa mano. No quiso humillarse, confesando su debilidad, y quedó humillado bajo el peso de la mano divina. Cuanto tuvo de pesada la mano para humillar, tanto tuvo de poder para exaltar. Poderosa en ambos casos: potente para aplastar al primero, y potente para exaltar al segundo.

                Si buscas en sus palabras qué súplica ha hecho el fariseo a Dios, no la encontrarás. Subió a orar, pero, en lugar de procurar alabar al Señor, lo que en realidad hizo fue alabarse a sí mismo. Y no le basta no rogar a Dios y alabarse a sí mismo, sino que por añadidura insulta al que humilde pedía la misericordia divina.

                  Ya has oído la sentencia divina, guárdate de la mala causa de ella; o por otras palabras, guárdate de la soberbia.

                                                     Obediencia a la iglesia *

                   En  el símbolo, regla fundamental de la fe, después del Espíritu Santo se hace mención a la autoridad de la Iglesia. En la profesión de la fe, la recta razón exige que a la Trinidad le siga la Iglesia, lo mismo que al inquilino,  la casa; a Dios, su santo templo.

          Nota: * Kempis Agustiniano