Sobre los pastores de la Iglesia
El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia; mas el que a mí me desprecia, desprecia al que me envió. Lucas 10, 16
Las tempestades que azotan la nave de la iglesia, conturban al piloto. El piloto recibe los honores, pero cuanto mayores son, tanto más grandes son los peligros a los que se ve expuesto. ¿Hay abismo más profundo que el humano corazón?. De aquí es de donde se desencadenan frecuentemente los vientos de las sediciones y discordias que, a su vez, ponen en peligro la estabilidad de la nave. Los que tienen en sus manos el timón, y sienten celo por la tranquilidad de la nave, saben cuánta verdad es ésta.
Es cierto que cuando hablan, leen y exponen dan muestras de su saber; mas, ¡ay, si estalla la borrasca!. Frecuentemente fallan todos los cálculos humanos; a cualquier parte que uno se vuelva, ve que las olas se encrespan, que la tempestad ruge, que los brazos se cansan y que los capitanes no saben dónde enfilar la proa., cómo sortear las olas en qué dirección dejarla a la deriva, de qué escollos librarla para que no se estrelle. Es necesario pues, rogar por los prelados y rogar sin interrupción. Porque, a la verdad, si vosotros no estáis en el timón, ¿acaso no estáis en la nave?.
No debe tampoco juzgarse que los prelados, por el hecho de serlo no estén también expuestos a algún injusto resentimiento, viven también en gran peligro y están expuestos a los embates de las tentaciones. Porque, ¿qué es cualquiera de los prelados, sino lo que vosotros sois?. Lleva consigo la carne mortal, debe comer, dormir y estar despierto; es hijo de mujer y ha de morir. Si reflexionáis pues, qué es en sí mismo, hombre.